domingo, 16 de marzo de 2014

Olores, sensaciones y manchas

Podría hablar de muchas cosas. De mis neuras, de mis penas, de mis miedos. Podría hablar de como he cambiado tanto en tan poco tiempo, de como las experiencias vividas me han hecho madu... no, madurar no es la palabra, tal vez lo contrario, inmadurar, o involucionar, o tal vez evolucionar a un estado extraño, a algo nuevo. A veces me siento tan perdido como el avión malayo desaparecido. Otras veces siento tanto caos dentro de mi, que parece que sea un ciudadano crimeo.

Hay una frase atribuida a Enrique Tierno Galván que dice "Bendito sea el caos, porque es síntoma de libertad". Y le doy la razón en gran parte. Dentro del caos y a pesar de lo que duele a veces, comienzo a sentirme cómodo, como si esa fuese una forma de entender la vida perfectamente válida. A veces no sé si lo es o si no. Sí sé que tanto puto caos, tantos dolores de cabeza, han hecho que en mi pelo negro como el betún, comiencen a salir más canas de las que desearía. Aunque no me molesta tener canas, es peor ser calvo, ¿no?. Seguro que pronto el karma, ese que ha hecho que desde que comenzó el año, solo me sucedan cosas jodidas, hará que me quede calvo antes de 2015. 

Siempre pensé que por mi forma de ser a veces, cualquier día me acabarían dando puntos. Tal vez en la cara, en un pómulo o una ceja. O tal vez en la espalda, tras una puñalada. Lo que no me imaginaba es que me los fuesen a quitar, y encima tantos de golpe (gracias DGT, sois unos hijos de puta que no veláis por nuestra seguridad, sino por la de vuestros bolsillos). Y ahora que saco el tema de los puntos y del avión malayo, os contaré un secreto. Odio volar. No tengo miedo al avión en el sentido estricto, pero me produce unos dolores de cabeza horribles. Además de algún sustillo que también he tenido. Prefiero el asfalto, un volante, una carretera llena de curvas, una noche oscura, velocidad y buena música sonando.

Siempre me ha gustado la velocidad. Recuerdo con muy pocos años ir con mi tío en su Vespino. La cual alcanzaba la supersónica velocidad de 60 km/h. En aquella época el peligro era distinto. No había cinturones de seguridad traseros, y por supuesto con mi tío iba sin casco. Recuerdo como llevaba al pobre ciclomotor a tope, y yo solo gritaba ¡corre más, corre más!. También recuerdo como yendo al campo, había un puente que cruzaba una acequia, que si lo pasabas rápido el estómago te daba un bote. Siempre que pasábamos por ahí le pedía a mi padre que acelerase. Que bueno es ser niño, cuando nada te da miedo, cuando un bote en el estómago solo significa eso, cuando un bote en el estómago no es sinónimo de ansiedad, ni nerviosismo. Aunque también es cierto, y lo sé, que hay botes en el estómago por los que mataría.

En cualquier caso debo rondar ya el millón de kilómetros. Y de ese millón, no sé cuanto, si la mitad o una tercera parte, han sido realizados por el simple placer de conducir. Conduciendo he vivido de todo, he sentido de todo. Mi coche es casi mi hogar, a veces hasta lo ha sido. Puede que el coche sea el símbolo de nuestra decadente sociedad, de la contaminación del planeta, de miles de muertes al año. Pero el coche tiene algo romántico, algo especial. En mi coche he sido feliz, en él por contradictorio que resulte me siento a salvo. Tiene olores, sensaciones y manchas, que cuentan una historia. Los coches son parte de nosotros, y muchas veces parte de nuestra vida. Solo con lo vivido en mi coche, podría contar mi historia. Eso lo dice todo.
Y al final he acabado escribiendo de algo que no esperaba. Siempre me pasa igual, en todo.

1 comentario:

  1. No te conozco, pero te expresas de una manera que sobrecoge.

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